El matrimonio problemático del Duque vendado - Capítulo 85

Capítulo 45 – Aquello a lo que debía enfrentarme

Lo recordó. El pecado imperdonable que había cometido en su vida anterior, el que no podía expiar ante su mejor amiga.

Bella había seguido rechazando a Raliardis una y otra vez, hasta que él perdió su escaso tiempo libre como rey y dejó de visitar el bosque.

“Así son los hombres humanos al final”, pensaba Bella, presa del enfado y del odio.

Pero Isabella, nacida como miembro de la realeza humana, lo comprendía. Sabía lo difícil que era para un rey, por sí solo, aventurarse en un bosque lleno de brujas.

Raliardis siempre había acudido sin escolta, solo.

Seguramente, para demostrar que no tenía intención de luchar.

Sin embargo, Bella nunca quiso escuchar sus palabras.

(Estaba alerta, temerosa de que me arrebataran a mi mejor amiga…)

Por eso, terminó hiriendo aún más el corazón de su amiga.

Griella se encerró en su habitación, llorando día tras día.
Dejó de abrir su corazón a nadie.
Y Bella, ya no sabía cómo acercarse a ella.

Se decía a sí misma que era culpa de Raliardis, que ella no tenía la culpa.

Pero, en el fondo, lo sabía.

—¿Y si le hubiera contado a Griella que Raliardis vino a verla?—

¿Habría cambiado algo?

Ella fue quien los separó.

Solo cuando Raliardis murió y ya no había vuelta atrás, Bella se dio cuenta de lo que había hecho.

No importaba cuánto se disculpara, el tiempo pasado no volvería.

Aun así, Bella siguió pidiendo perdón a Griella.

Griella, sin saber de qué se disculpaba, lloraba y le sonreía con tristeza diciendo que ya estaba bien.

Aquel gesto dolía tanto que su pecho parecía romperse.

(He estado a punto de repetir el mismo error que en mi vida anterior…)

Intentó imponer su visión egoísta, sus sentimientos unilaterales, a los demás.

Sí, odiaba a los humanos. Odiaba a Raliardis.

Pero a quien menos podía perdonar era a sí misma, por haber lastimado a su mejor amiga.

La canción de Sierra, quien la llamó su amiga, le había hecho recordar el verdadero arrepentimiento que llevaba hundido en su corazón.

Las lágrimas no se detenían.

El pecho le dolía, y sentía náuseas de su propia estupidez.

“Perdóneme, hermano. Como princesa del Reino de Ronatia, he cometido un pecado imperdonable. Le ruego que me castigue.”

Con voz firme, Isabella declaró su decisión.

La música se detuvo en seco.

Edward la miró, aún sonriendo.

“¿Qué pecado?”

Su voz resonó en todo el teatro.

“He intentado romper la relación amistosa entre el Reino de Ronatia y el Reino de Vanzell… e instigar una guerra.”

“Ja, ja, ja… Isabella, ¿desde cuándo dices bromas tan divertidas?”

“No es una broma. Hablo en serio.”

“En ese caso, aún más. ¿Acaso crees que tú sola puedes provocar una guerra?”

Su hermano mantenía la sonrisa, pero su mirada era gélida, lo bastante como para ponerle la piel de gallina.

“No… no lo hice sola. Me valí del Conde Stray, el Marqués Cornet y el Conde Balmont. Interpreté a la princesa maldita para quebrar la alianza con el Reino de Vanzell.”

Quería ser juzgada por sus pecados. Quería una oportunidad para expiar.

Por eso, Isabella siguió hablando con desesperación.

“Ya veo.”

Edward suspiró levemente y borró la sonrisa de su hermoso rostro.

“¡Arresten de inmediato al Conde Stray, al Marqués Cornet y al Conde Balmont!”

Los caballeros del príncipe, que estaban en el teatro, se movieron enseguida.

“Yo… yo…”

“Isabella, ven conmigo.”

Edward la tomó de la mano y la obligó a caminar, tambaleándose.

“Isabella, a quien debes disculparte no es conmigo, ¿verdad?”

Empujada suavemente por la espalda, Isabella se encontró frente a Alfred y Sierra.

Apenas cruzó miradas con ellos, bajó la cabeza.

Después de que todo lo que defendía se derrumbara, ¿cómo podía mirarlos a la cara?

“Lady Isabella, por favor, levante el rostro.”

La voz amable de Sierra llegó a sus oídos.

Recordó lo mucho odio que le había dirigido en el bosque, y ahora se sentía miserable.

Ojalá la reprendiera.

Pero Griella tampoco lo había hecho.

“Princesa Isabella, si vas a despreciar la bondad de Sierra, yo tampoco puedo quedarme callado.”

El sonido de pasos se acercó, y en su campo de visión apareció una venda blanca.

La misma que tanto había deseado obtener: las vendas de Griella.

Pero ahora le daba miedo tocarlas. No creía tener ese derecho.

Ella, que decía proteger a su amiga y solo la había herido… ya no tenía derecho a llamarla amiga.

“¿También ignorarás la voz de Griella, además de la de Sierra?”

La voz grave y contenida de Alfred la hizo estremecerse.

—No huyas—, decían sus palabras sin decirlo.

(He estado huyendo todo este tiempo…)

Huyendo de su expiación, de su amiga Griella, y de su papel como princesa en esta vida.

Incapaz de aceptar quién era.

Isabella levantó el rostro. La mirada de Alfred le dolía, pero no apartó los ojos.

“Duque Besculay, Duquesa Besculay, les ofrezco mis más sinceras disculpas. No solo los he herido, sino que también he insultado al Reino de Vanzell, país amigo, y he deseado el conflicto. Mi comportamiento como princesa fue imperdonable. Aceptaré con humildad cualquier castigo.”

Se arrodilló en el suelo y bajó la cabeza.

—Bella, siempre seremos amigas. Sé que te preocupabas por mí. Gracias por seguir pensando en mí incluso después de renacer. Pero ya basta. Ahora, vive tu propia vida—.

Creyó escuchar la voz de Griella.

Qué conveniente era esa alucinación.

Y aun así, conociendo la bondad de su amiga, sentía que eso era exactamente lo que ella diría.