El matrimonio problemático del Duque vendado - Capítulo 82
Capítulo 42 – La promesa con el príncipe
“¡Princesa Isabella!”
Apenas salieron al exterior, fueron descubiertos de inmediato por los caballeros que participaban en la búsqueda de la princesa.
Isabella, sobre la espalda de Alfred, estaba inconsciente.
“¡Llévenla rápidamente a su habitación!”
“¡Llamen al médico de inmediato!”
Pronto más personas que estaban cerca se reunieron alrededor.
Isabella fue llevada a sus aposentos, mientras que Alfred, acusado de ser el secuestrador, fue arrestado.
“¡No es así! ¡Lord Alfred no secuestró a Lady Isabella! ¡Ella había caído inconsciente en el bosque y él solo la salvó!”
Sierra explicó desesperadamente, pero los caballeros no mostraron ningún cambio en sus expresiones rígidas.
Probablemente tenían la orden de arrestar a Alfred si lo encontraban.
“Llamen al príncipe Edward.”
Alfred no ofreció resistencia y se dirigió calmadamente a los caballeros que lo sujetaban.
(Quizás sea un riesgo, pero debo hablar con él. Edward podría ser el único capaz de detenerla.)
No como la bruja de su vida anterior, sino como su hermano, con quien Isabella había vivido esta vida.
Cuando los caballeros intercambiaron miradas en silencio…
“¿Qué ocurre aquí?”
Justo en ese momento apareció la persona que estaban por llamar: Edward, con una expresión severa.
“Lord Edward, hemos encontrado a la princesa Isabella. Y hemos capturado al Duque Besculay, quien la llevaba consigo.”
Edward escuchó el informe sin cambiar su expresión, y ordenó con voz fría:
“Liberen al Duque Besculay de inmediato.”
“¡Pero, señor! A juzgar por la situación, está claro que él estuvo involucrado de algún modo…”
“¿No me escucharon? He ordenado que liberen al Duque Besculay.”
La autoridad en su voz fue tal que los caballeros callaron.
Los hombres que sujetaban a Alfred soltaron sus manos al instante.
“Perdóname, Duque Besculay. A pesar de que salvaste a Isabella, te hemos tratado de forma tan grosera. También ofrezco disculpas a la duquesa por las repetidas ofensas.”
Con un tono contenido y controlado, Edward inclinó la cabeza.
El gesto del príncipe causó revuelo entre los presentes.
Solo eso bastó para cambiar las miradas hacia Alfred: muchos comenzaron a pensar que quizá todo había sido un malentendido.
Y entonces Alfred comprendió que Edward actuaba de manera distinta a lo que Isabella habría querido.
(Lo sabía. Isabella no le lanzó ningún hechizo a Edward.)
Solo lo había mantenido apartado.
Quizás porque no quería que él viera su rostro como bruja.
Aunque lo más lógico habría sido ganarse primero al príncipe heredero.
“No se preocupe. Entiendo que la situación daba motivos para sospechar de mí.”
Alfred le indicó con la mano que levantara la cabeza.
“Agradezco tu comprensión, Duque Besculay.”
Edward alzó la vista y ordenó a los caballeros y doncellas que aún observaban la escena que volvieran a sus puestos.
Cuando el lugar quedó finalmente vacío, su expresión se suavizó.
“Quisiera hablar un poco contigo, ¿te parece?”
“Por supuesto. Yo también tengo algo que decir respecto a la princesa Isabella.”
Así, Alfred y Sierra siguieron a Edward hasta sus aposentos privados.
Al entrar en la habitación del príncipe, les sirvieron de inmediato té y algunos bocadillos.
La verdad era que Alfred no había comido nada decente desde la mañana, tras su estancia en el bosque, así que lo agradeció.
Tomó un sándwich de atún y una taza de té caliente; al hacerlo, soltó un suspiro de alivio.
Su cansancio era más mental que físico.
“Les he causado muchos inconvenientes.”
Edward fue el primero en romper el silencio.
“No, yo soy quien no ha podido cumplir la promesa que hice con Su Alteza.”
Ya no podía demostrar que no existía una maldición.
Porque la maldición de Isabella sí existía: la de sus recuerdos de la vida anterior.
Alfred bajó la mirada.
Sierra, a su lado, tomó su mano con suavidad.
“…¿Isabella es realmente la reencarnación de una bruja?”
Esa pregunta inesperada de Edward hizo que Alfred y Sierra se miraran entre sí.
“¿Cómo es que Su Alteza sabe eso…?”
Isabella había ocultado ese hecho cuidadosamente.
De no haberlo hecho, Edward nunca habría aceptado los planes de matrimonio con el Reino de Vanzell.
“En realidad, lo vi. O más bien… se me permitió verlo.”
Edward vaciló antes de hablar.
Contó que, cuando Sierra cantó en la ópera y apareció ante Alfred por la bendición de la diosa, un resplandor extraño iluminó la pared del escenario.
Ese brillo mostraba una visión del bosque.
Al principio creyó que era una ilusión, pero entonces vio a Isabella, vestida con un vestido negro y con una expresión completamente distinta a la habitual.
Probablemente fue un efecto del poder de la diosa Musearia, que había otorgado su bendición al canto de Sierra.
“No entendí completamente lo que Isabella y tú decían, Duque Besculay… pero ahora comprendo por qué ella no había actuado de forma egoísta hasta ahora, y por qué últimamente me había estado evitando.”
Ver aquella escena de golpe, y descubrir la verdad de que su hermana era la reencarnación de una bruja, debió ser una gran conmoción para Edward.
Y aun así, en ese momento, no mostraba señales de confusión.
(Como era de esperarse de él…)
Aceptar algo que desafía toda lógica no es fácil.
Pero Edward, como príncipe heredero, poseía una mente flexible.
Eso no significaba que careciera de convicciones, sino que comprendía que negar lo incomprensible solo llevaba a perder lo importante.
“Creo que es cierto que la princesa Isabella fue, en su vida anterior, la bruja que murió en el ‘Bosque Maldito’. Por eso odia al Reino de Vanzell. Pero no creo que su verdadero deseo sea destruirlo.”
“¿Entonces dices que su verdadero deseo no es la venganza por los agravios de su vida pasada?”
“Así es.”
Mientras recordaba sus conversaciones con Isabella, Alfred lo decía con convicción.
Sierra asintió con firmeza.
“De hecho, tengo una propuesta…”
Y la idea que Sierra expresó, como era de esperarse de ella, estaba llena de bondad.
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