El matrimonio problemático del Duque vendado - Capítulo 58
Capítulo 18 – La gran herida infligida en el corazón
Alfred sostenía la mano de su amada esposa, que yacía recostada en el lecho.
Su rostro estaba pálido, y de vez en cuando gotas de sudor aparecían en su frente.
«…Sierra, abre los ojos.»
Y también quería que le permitiera disculparse por haberla herido.
Alfred la llamaba sin cesar, rogándole, como en súplica.
«Mi señor, la princesa Isabella y el príncipe heredero Edward lo requieren.»
«Recházalos.»
A la llamada de Melina, Alfred respondió con una voz seca.
Había quitado las vendas y vuelto a su verdadero rostro.
En realidad, con Sierra aún inconsciente, no tenía la fuerza para recibir a miembros de otra familia real.
Además, la causa de que Sierra hubiera sufrido aquel shock era Isabella.
Que fuese la prometida de su príncipe o una princesa de un reino aliado ya no tenía la menor importancia.
(Lo único que necesito es a Sierra.)
Había vuelto a la alta sociedad, reforzando su posición como duque, solo para protegerla.
¿Y el resultado era este? Si así era, entonces ya había devuelto con creces al rey todos esos años de servicio.
Alfred ya no tenía motivo alguno para permanecer en sociedad.
Se iría a algún lugar lejano, y allí viviría únicamente con Sierra.
Lo pensaba en serio.
«Duque Besculé, lamento mucho lo sucedido. Pero ¿no podrías escucharme un momento?»
Melina, como doncella, no podía apartar a la realeza.
La voz que se escuchó a su espalda era la de Edward.
Y sus palabras de disculpa sonaban cargadas de sinceridad.
«…¿De qué desea hablar?»
Alfred respondió sin girarse siquiera.
«¿Es por no haberle revelado información sobre el conde Stray, el marqués Cornet y el conde Balmont, pese a haberle pedido su cooperación? ¿O por esa ridícula historia de que la princesa Isabella es admiradora del “Duque Vendado”?»
Su voz salió helada, tanto que él mismo se sorprendió.
Como en los tiempos antes de Sierra, cuando apartaba a la gente a la fuerza.
«¿Cómo sabes esos nombres…? No, disculpa. No puedo reprochártelo.»
Edward suspiró.
Eran tres nobles que difundían rumores contra el Reino de Vanzell: el conde Stray, el marqués Cornet y el conde Balmont.
Sierra había hablado alguna vez con ellos en los bailes, cuando asistía como “la cantante ciega”, y por eso lo recordaba.
Pero al tratarse de nobles de otro reino, ni siquiera Sierra conocía sus entornos o antecedentes.
«He oído sus nombres en Vanzell. Hubo disputas en negociaciones comerciales y en acuerdos de intercambio de personal… Ellos parecen ver a nuestro reino, carente de recursos, como un estado vasallo. Todo mientras ignoran que nuestra cultura se enriqueció gracias a nuestra propia técnica y arte.»
«Así que sabías tanto… Realmente eres un hombre muy capaz.»
«Es gracias a Sierra. Por eso pensaba observar más de cerca estando junto a la princesa Isabella… hasta que ocurrió esto.»
Pero su voz carecía de emoción.
Porque, en el fondo, nada le importaba.
Todo, excepto Sierra, le resultaba indiferente.
Y aun así, había fallado en lo más importante.
«…Cuando Sierra despierte, nos marcharemos de inmediato.»
Quería regresar a su tierra y pasar tiempo con ella en paz, sin que nadie los interrumpiera.
Eso era lo único en su corazón.
«Entiendo. Yo también rezo porque despierte pronto.»
Dicho eso, Edward abandonó la estancia sin reprocharle que nunca lo mirase a la cara.
Pasó un rato, hasta que volvió a abrirse la puerta.
Alfred creyó que era Melina, pero no.
«¿Sierra sigue sin despertar?»
La voz cortante pertenecía al hombre que había estado junto a ella justo antes de desmayarse: Moritz.
«¿Por qué estás aquí? Vete ahora mismo.»
«Soy su amigo de la infancia. El hecho de que esté casada no significa que deba obedecer a su marido. Menos aún a alguien que la ha herido.»
«Cállate.»
No podía contener la agitación de su corazón.
Y sin embargo, mientras más lo consumían la ira y la frustración, más fría se volvía su voz.
«¿Sabes por qué Sierra recibió un shock tan grande que perdió el conocimiento?»
Las palabras de Moritz estaban cargadas de emoción, y Alfred apretó el puño con fuerza.
Sierra siempre había sido dulce, siempre lo había aceptado.
Su sonrisa encantadora era cálida, su voz al cantar le sanaba el corazón.
Alfred había dependido demasiado de ella.
(El amor no justifica todo. Ni siquiera cuando algo ocurre en contra de la voluntad propia.)
El beso no había sido su intención.
Pero el hecho era que había sucedido.
Sierra había resultado herida por eso.
Aunque no hubiera puesto en ello ningún sentimiento, el resultado no cambiaba.
Y si la situación fuese al revés, él mismo no habría sido capaz de mantenerse sereno.
No. Tal vez hubiera destruido al hombre que osara besarla.
La sola idea de que Sierra se besara con otro era insoportable.
Y sin embargo, le había hecho sufrir ese mismo dolor.
El verdadero culpable era él.
Por eso deseaba que ella lo acusara.
Que lo insultara cuanto quisiera.
Solo quería que le concediera la oportunidad de disculparse.
«…Lo sé.»
«¡No, no lo entiendes!»
¿Por qué Moritz hablaba como si fuera él quien comprendiera mejor a Sierra?
Justo cuando iba a preguntárselo, la mano de Sierra se estremeció en la suya.
«¡Sierra!»
Poco a poco, Sierra abrió los párpados.
Sus ojos irisados reflejaron a Alfred, y lo primero que dijo fue:
«¿Quién es usted?»
El impacto sacudió a Alfred.
Inconscientemente, soltó su mano.
«¿Sierra, estás enojada conmigo? Si es así, dímelo claramente.»
«…Melina, Moritz. ¿Quién es este señor? ¿Y dónde estoy?»
Al mirar detrás de Alfred y encontrar a los otros dos, Sierra preguntó con ansiedad.
Solo a Alfred no lo reconocía.
Y no parecía estar mintiendo.
Alfred lo sabía: Sierra no era una mujer que mintiera en algo así.
«¿De veras no lo recuerda, mi señora?»
«¿Mi señora? ¿Por qué me llaman así? Yo no soy la esposa de nadie.»
Las palabras de Sierra hicieron que las lágrimas de Melina se detuvieran de golpe.
Moritz también se veía sorprendido.
Pero ninguno de los dos estaba tan devastado como Alfred.
«¿Sierra… de verdad no me recuerdas?»
Ella volvió a mirarlo.
Pero apenas lo hizo, sus ojos se llenaron de lágrimas, y llevó una mano a la cabeza.
«…Ugh, me duele la cabeza.»
Cuando Moritz apartó a Alfred, el dolor de Sierra pareció aliviarse.
El médico convocado por Edward afirmó que, al no haber heridas externas, se trataba probablemente de una amnesia de origen psicológico.
Además, dijo que si Alfred, la causa del shock, permanecía cerca, sus síntomas podrían empeorar.
Después de lo ocurrido, Alfred no tuvo más remedio que aceptar la decisión de Edward de alojarlo en otra habitación.
Pero, incapaz de resistir, fue hasta la puerta de los aposentos de Sierra.
Y allí, quien salió fue Moritz.
«Duque Besculé, usted nunca comprendió realmente a Sierra.»
Sus palabras eran una acusación.
«…Para Sierra, presenciar la infidelidad de alguien amado reaviva el mayor trauma de su vida: la pérdida de su madre. Entonces estaba destrozada, irreconocible. Y además perdió la vista. Si logró sobreponerse fue gracias a la música… pero claro, usted, que solo conoce a la Sierra de ahora, no podría entenderlo.»
Moritz habló como conteniendo algo.
Luego, regresó al interior de la habitación.
A ese lugar al que Alfred no podía entrar.
Pero nada de eso importaba ya.
Lo sabía. O al menos, había debido recordarlo.
Ese era el origen de que Sierra hubiera intentado maldecirse a sí misma en el “Bosque Maldito”.
Porque había visto a su madre relacionarse con otro hombre que no era su padre.
Ese día perdió a su madre y la estabilidad de su familia.
Al ver con sus propios ojos la traición del ser amado, perdió lo que más quería.
Aunque Alfred la rescatara del bosque maldito, no había estado siempre a su lado después de aquello.
No había sanado esa herida en su corazón.
¿Realmente había comprendido esa herida, ese dolor?
Sierra se había acercado a él, lo había apoyado.
Su amor fue tan fuerte que rompió la maldición de la bruja.
Entre los dos existía ese lazo.
Y aun así, él la había herido.
De la forma que más la lastimaba.
Aunque dijera que no la había engañado, ¿cómo habría interpretado ella esa escena?
Solo de pensarlo, el pecho de Alfred se llenaba de un amargo remordimiento.
«Si para Sierra es mejor olvidar…»
Los dulces momentos juntos, llenos de amor.
Eran recuerdos demasiado hermosos para alguien que una vez pensó que no tenía derecho a la felicidad.
¿No era eso suficiente?
No podía pedir más.
«La felicidad de Sierra es mi felicidad.»
Aunque en esa felicidad él ya no estuviera presente.
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