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Capítulo 22 – El plan en marcha (Parte 1)

Esa mañana, luego de haber resuelto una parte de su trabajo, Alfred se dirigió al salón de música para ver cómo estaba su esposa, quien estaba entusiasmada con la idea de celebrar un concierto.

Una araña resplandeciente colgaba del alto techo, y el suelo pulido resaltaba cada sonido que se producía.

En este salón, que también se usaba como salón de baile, originalmente no había asientos para el público.

Sin embargo, para el concierto, se habían dispuesto alrededor de cien sillas dentro del salón.

Eran sillas decoradas con detalles dorados, que se utilizaban antiguamente cuando se celebraban conciertos en la casa Besqueler.

A pesar de haber estado almacenadas durante años en la bodega del fondo, su belleza no se había deteriorado.

La nostálgica escena se le vino a la mente, y el pecho de Alfred se sintió oprimido.

Era un recuerdo cálido pero doloroso, de cuando el joven Alfred reía con sus seres queridos…

Sin embargo, en el momento en que vio a los caballeros embelesados con la canción de Sierra y su figura, esos recuerdos se disiparon como niebla.

(“¡No miren a mi esposa de esa manera…!”)

Su sonrisa suave, su voz angelical que tocaba el corazón… Alfred deseaba que todo lo de Sierra le perteneciera solo a él.

Agobiado por el deseo de posesión que había crecido con fuerza dentro de él, Alfred se sujetó la cabeza.

Antes de notarlo, ya amaba tanto a Sierra.

Su corazón la deseaba tanto, que ya no podía pensar en sus propios pecados, en su maldición, ni siquiera en la felicidad de ella o en los problemas que los rodeaban.

Y aún más, después de recordar a Mardial anoche, Alfred no estaba en su estado más sereno.

—¡Lord Alfred!

Sierra, sin saber del estado emocional de Alfred, lo vio y lo llamó con una dulce voz.

Le preguntó cómo había resultado lo de ayer y se preocupó por su salud, palabras que Alfred recibió olvidando que estaban en público, y la abrazó con fuerza.

Sierra, aunque sorprendida por lo repentino del gesto, le devolvió el abrazo con sus delgados brazos.

El pecho de Alfred se apretó de nuevo.

—…Por favor, mírame solo a mí.

Las palabras salieron con dificultad de su boca, pero eran sinceras.

Aunque nadie podía ver la verdadera forma invisible de Alfred, no podía evitar desear ser visto.

En sus brazos, Sierra dejó escapar un dulce suspiro.

Sus mejillas se tornaron rojas como una manzana, y sus delgados brazos se posaron en la espalda de Alfred.

—Desde el principio, solo he podido verlo a usted, Lord Alfred.

Al oír eso, Alfred se sintió aliviado y amó aún más el calor del cuerpo que tenía en sus brazos.

Él era quien se sentía ansioso y temeroso con solo pensar que alguien pudiera arrebatarle a Sierra.

Aunque decía que lo hacía por ella, en realidad no quería que se alejara de su lado.

Qué hombre tan débil y estúpido era él.

Y aun así, ella lo aceptaba y lo amaba. Era como un verdadero ángel.

—…Estoy feliz de que sea invisible, Lord Alfred.

Sierra murmuró de repente.

—¿Por qué?

Alfred preguntó, extrañado por esas palabras tan incomprensibles. Entonces, ella le sonrió.

—Porque, aunque las personas normales no puedan ver su forma invisible, yo, que soy ciega, puedo sentirlo. Puedo tenerlo solo para mí…

Con las mejillas sonrojadas, Sierra respondió con timidez.

Justamente porque era ciega, ella podía sentir a Alfred sin verlo.

—¿Por qué eres tú quien siempre me dice exactamente lo que quiero oír…?

Hasta ahora, por ser invisible, Alfred ni siquiera estaba seguro de su propia existencia.

Aunque estaba vivo, nadie lo veía.

Era como si se hubiese convertido en aire, en la nada.

Para Alfred, que incluso había olvidado su propia figura, las vendas de la bruja Griella eran su única forma de confirmar que aún existía.

Nadie lo notaba en su forma invisible, y sin embargo, Sierra sí lo hacía.

Solo frente a Sierra, Alfred podía existir aunque fuera invisible.

Ese hecho, y los sentimientos de Sierra, llenaban de calidez su pecho.

—…Yo… a ti…